El arte comprometido de Espinoza Dueñas

Mario Vargas Llosa, 1964

En el estudio que le ha dedicado, Georges Pillement señala el “horror agrio” que circunda las caras alucinadas de los grabados que, con el título general de Los hombres y los animales, presentó Espinoza Dueñas en la Sala del Prado de Madrid del 14 al 28 de marzo de 1962. “Estas caras torturadas, dice Pillement, son también máscaras de la muerte, que parecen pertenecer a cadáveres que el artista acaba de desenterrar, y donde expresa a la vez la tortura y la pobreza”. La observación es muy exacta, la muerte es una constante en la obra de Espinoza Dueñas. En estos trabajos aparece de modo visible y descarnado: formas en proceso de descomposición, cuerpos desintegrados, residuos de miembros. En el resto de su obra existe también, aunque de manera más bien alegórica. La rigidez pétrea con que figura el hombre en los grabados y en las cerámicas de Espinoza Dueñas sugiere de inmediato la inmovilidad de los cadáveres. Y esta rigidez aparece como subrayada por el contexto, ya que todaslasformas no figurativas del cuadro o del objeto se hallan siempre en ebullición, en actividad. Es evidente que la evocación del ser humano está íntimamente ligada en el espíritu del artista con la idea de extinción, de perecimiento: esa asociación permanente del hombre y de la muerte en su obra es una huella de la infancia.


Esos primeros años de penuria material, de desamparo, explican también la violencia y el patetismo que son las características primordiales de su obra. Cualquiera que sea el material que emplea –la greda, el lienzo, la piedra, el color-, el arte de Espinoza Dueñas essiempre desgarrado y áspero, hecho para provocar la irritación o la adhesión, nunca para halagar los sentidos o distraer. Por su agresividad, su obra se sitúa en las antípodas del formalismo decorativo y no hay nada en ella que sea precioso o refinado, ni el menor asomo de exquisitez. Algo sombrío y crudo, angustioso, se desliza siempre en sus pintura, grabados y cerámicas, y da una tonalidad enfermiza a los colores, una rugosidad cruel a la materia, imprime pavor o humillación a las formas y se hace patente hasta en el aprovechamiento del espacio que él convierte en geometrías laberínticas y torturadas. Esta amargura sin concesiones, congénita a su arte, es también, sin duda, una herencia de la niñez, algo así como una fidelidad subconsciente a la infancia.


Conviene señalar, finalmente, la diversidad del arte de Espinoza Dueñas, su multiplicidad más bien. Hasta 1955, año en que salió de Perú para venir a Europa, fue sobre todo dibujante y pintor y esa fase de su obra, de importancia secundaria, constituye una tentativa sincera, pero inhábil, para expresar dentro de cierto academismo figurativo, un mundo interior que hervía de pesadillas, de sufrimiento y de visiones. Ya entonces había comenzado a buscar, trabajando día y noche, hasta los límites de la resistencia física, un estilo, un lenguaje capaz de expresar con autenticidad su vocación. Implacable consigo mismo, Espinoza Dueñas ha seguido buscando en Europa, ensayando toda clase de técnicas –pintura al fresco en España, grabado y cerámica en Francia-, a fin de trasponer en imágenes plásticas todo el dolor y la belleza que lo habitan. Hoy, que ha adquirido ya los medios necesarios para llevar a cabo ese ambicioso propósito, él sigue buscando y por eso su arte se renueva y enriquece sin cesar. Cualquier juicio sobre su obra es, por eso, provisional, ya que los límites de ella se ensanchan a diario y ganan hondura y gravedad. Pero desde ahora, y sin vacilación, podemos afirmar que esta obra es profundamente representativa, porque habla de los hombres y éstos reconocen en ella los tormentos y dramas de este momento de la historia. Y que esta obra es una respuesta afirmativa y con hechos al dilema planteado por André Bretón hace cinco lustros: “sí, en nuestra época la belleza es convulsiva”.

Los colores de los grabados de Espinoza Dueñas vienen hacia nosotros como tentáculos viscosos, en tumulto, ávidos, nos atrapan y arrastran con ellos hacia profundidades de exasperación y de luz. Cada una de sus cartulinas es un océano de aguas voraces, bajo las cuales hay lavas ocres, corrientes amarillas y moradas, remolinos vegetales, astros, fuegos fatuos, superficies opacas y fosforescentes, borbotones de sangre. En el cieno del fondo, inmóvil, se divisa una extraña forma crispada, un monigote que es el único habitante de esta gran desolación suntuosa. Inmerso en constelaciones de una materia plástica muy rica y compleja, está siempre en actitudes contorsionadas, grotescas. Muestra a veces un perfil leproso, otras una silueta martirizada y rígida, siempre algún detalle corporal atroz. Es un ser solitario, lleno de mutilaciones, irrisorio. Hay algo, sin embargo, terriblemente vivo que emana de él y se propaga por todo su contorno, una especie de violencia sorda, contenida, que pugna por estallar y nutre todos los trazos y colores, todos los resquicios del cuadro, de una vibración sin límites, que nos fascina y nos consterna porque desborda las fronteras de su propio mundo y, de algún modo, invade el nuestro y se confunde con él. Aquella figurilla exhala un aliento, una poderosa respiración volcánica que, desde su breve asiento de cartón rectangular y sin fondo, nos sale al encuentro y nos envuelve. Pero no nos aísla, ni nos arranca al mundo en que vivimos. Al contrario, nos sume totalmente, nos ahoga en él. Entonces, amurallados en esa atmósfera que viene del cuadro a nosotros y va de nosotros al cuadro, comprendemos: el aire denso, asfixiante, fétido, que aspira ese payaso mutilado es el mismo que expele y absorbe nuestra época; el fetiche difuminado en chorros de luz viva, hecho jiro- 12 nes, es el hombre reducido a su propia caricatura, convertido en escombro; eso que chilla y reverbera a su alrededor con los humores que segrega nuestro tiempo: el horror, la soledad, el absurdo. Ya nos habíamos olvidado de ese personaje que, hace tiempo, expulsaron los artistas de sus preocupaciones y de sus obras como algo inservible y superfluo. Y he aquí de nuevo al exiliado, casi irreconocible, despojado de piel y de huesos, ciego y mudo, pura presencia yerta, en el corazón de ese vórtice llameante que es el arte de Espinoza Dueñas.


Yo admiro profundamente esa convicción orgullosa, insolente, que singulariza a Espinoza Dueñas entre los artistas de su época y lo lleva a aferrarse con una tenacidad que tiene algo de desafío y de provocación, a esa forma única que, desde hace años, brota siempre que hiere la piedra, trabaja la arcilla o combina los colores. Ese contenido que sus grabados, su cerámica y sus telas se obstinan en repetir como una fijación delirante, permite calificar su arte de humanista. Pero nada más lejos de Espinoza Dueñas que ese arte fotográfico que se llama realismo y es pura servidumbre, reproducción chata y anecdótica de la realidad objetiva. El realismo de Espinoza es visionario, simbólico, casi mágico. A través de sus obras el mundo exterior llega a nosotros después de haber sido deshecho y rehecho, disuelto y reconstituido en gestos, luces y sombras, en virtud de esa operación enigmática que es la creación. “La pintura da existencia visible a lo que la visión profana cree invisible”, escribió Maurice Merleau-Ponty poco antes de morir, y es en este sentido que la obra de Espinoza Dueñas se enraíza en nuestra época y la expresa. Su arte no es mimético, no duplica lo real, no reproduce las imágenes cotidianas del mundo, sino, más bien, traduce en líneas y colores, en objetos plásticos, ciertos contenidos profundos del espíritu humano: la cólera, la humillación, el estupor. La grandeza de su arte consiste en que, valiéndose exclusivamente de los medios que son propios a la pintura, Espinoza Dueñas construye una realidad nueva, autónoma, en la que figuran como existencias concretas dotadas de forma y color, lo que en la vida diaria escapa al control de los estudios y sólo registran el sentimiento y la intuición.


Pienso, por ejemplo, en las litografías que exhibió Espinoza Dueñas del 19 de junio al 5 de julio de este año en la Galería Epona de París, con el título Tous les chemins mènent à Cuba. Se trata de cinco series de grabados en piedra, obras nacidas bajo la influencia de la actualidad, y cuyos títulos (Espinoza Dueñas rara vez pone nombres a sus trabajos, esta vez fue una excepción) aluden a acontecimientos políticos precisos: El bloqueo, El muro, El miedo, Los héroes anónimos, Los profetas. Ahora bien, si hasta entonces su obra tenía un 13 carácter figurativo notorio, esa exposición representa casi una ruptura, un salto hasta los umbrales de la abstracción. Resulta difícil, por lo menos en un primer momento, reconocer entre esas masas de color que se entrecruzan y agreden unas a otras, y se desplazan a un ritmo frenético en planos horizontales, verticales y circulares, los contornos de las formas vagamente humanas que yacen en el interior, como estatuas borrosas en un bosque de nieblas ocres, rojas y azules. Toda la significación está dada aquí por el color, como si Espinoza Dueñas hubiera querido demostrar que es posible concebir una plástica comprometida con el mundo, no por su temática como ocurre con el realismo socialista, sino por su estilo. Lo que Robert Lapoujade ha llamado “una pintura existencialista”, es decir “una pintura que, proyectando la perfección de sus medios de expresión como condición primera, es capaz de salir del hermetismo de una subjetividad y ser comunicable”. En el gigantesco panel llamado El bloqueo lo que se impone a la vista es una humareda de corpúsculos grises, rojos sanguíneos y azules añiles no en estado de erupción; en El miedo, miríadas de pequeñas placas bermellones y carmines que flotan ingrávidas o desciende en cascadas; en Los héroes anónimos, una superficie de tinieblas en las que irrumpen, de cuando en cuando, luces fugitivas, grises. En contraste con esta materia densa y dinámica, las figuras aparecen en todas la litografías como devoradas a medias por el color y están siempre en reposo, fijas. La absoluta pasividad del habitante y el movimiento del medio en que está sumergido eslo que permite a Espinoza Dueñas, gracias a una sutil dosificación de las dimensiones y las actitudes de las figuras y del ritmo de los colores, impregnar a sus obras de contenidos emocionales diferentes: alarma en El bloqueo, consternación en El muro, perplejidad en El miedo, ternura en Los héroes anónimos. Este procedimiento da a esta muestra una dimensión temporal y concreta, la instala en la historia, sin que para ello el artista haya renunciado al lenguaje exclusivo de su arte. Me he referido a ella porque, debido al propósito político que la anima, ilustra hasta qué punto Espinoza Dueñas crea en función de la realidad exterior y cómo ésta puede ser representada plásticamente sin necesidad de anécdotas. Además se trata de una exposición de litografías y es en este dominio que el arte de Espinoza Dueñas ha dado sus mejores obras.


Hay artistas en los que el talento parece simultáneo con la vocación y que desde sus primeras obras acusan una visión del mundo personal, un oficio y una orientación que revelan madurez. Otros deben recorrer un largo camino y adquirir esa forma de plenitud total que es el talento a través del sacrificio, el esfuerzo y la tenacidad. Espinoza Dueñas perte- 14 nece a estos últimos. Su arte ha seguido un proceso lento y doloroso de enriquecimiento formal y lo que hoy admiramos en él, la seguridad y el rigor de su técnica, la libertad de su inspiración, son victorias duramente conquistadas en una lucha sin cuartel contra muchos enemigos. El primero: la miseria.

El arte comprometido de Espinoza Dueñas

Mario Vargas Llosa, 1964

En el estudio que le ha dedicado, Georges Pillement señala el “horror agrio” que circunda las caras alucinadas de los grabados que, con el título general de Los hombres y los animales, presentó Espinoza Dueñas en la Sala del Prado de Madrid del 14 al 28 de marzo de 1962. “Estas caras torturadas, dice Pillement, son también máscaras de la muerte, que parecen pertenecer a cadáveres que el artista acaba de desenterrar, y donde expresa a la vez la tortura y la pobreza”. La observación es muy exacta, la muerte es una constante en la obra de Espinoza Dueñas. En estos trabajos aparece de modo visible y descarnado: formas en proceso de descomposición, cuerpos desintegrados, residuos de miembros. En el resto de su obra existe también, aunque de manera más bien alegórica. La rigidez pétrea con que figura el hombre en los grabados y en las cerámicas de Espinoza Dueñas sugiere de inmediato la inmovilidad de los cadáveres. Y esta rigidez aparece como subrayada por el contexto, ya que todaslasformas no figurativas del cuadro o del objeto se hallan siempre en ebullición, en actividad. Es evidente que la evocación del ser humano está íntimamente ligada en el espíritu del artista con la idea de extinción, de perecimiento: esa asociación permanente del hombre y de la muerte en su obra es una huella de la infancia.


Esos primeros años de penuria material, de desamparo, explican también la violencia y el patetismo que son las características primordiales de su obra. Cualquiera que sea el material que emplea –la greda, el lienzo, la piedra, el color-, el arte de Espinoza Dueñas essiempre desgarrado y áspero, hecho para provocar la irritación o la adhesión, nunca para halagar los sentidos o distraer. Por su agresividad, su obra se sitúa en las antípodas del formalismo decorativo y no hay nada en ella que sea precioso o refinado, ni el menor asomo de exquisitez. Algo sombrío y crudo, angustioso, se desliza siempre en sus pintura, grabados y cerámicas, y da una tonalidad enfermiza a los colores, una rugosidad cruel a la materia, imprime pavor o humillación a las formas y se hace patente hasta en el aprovechamiento del espacio que él convierte en geometrías laberínticas y torturadas. Esta amargura sin concesiones, congénita a su arte, es también, sin duda, una herencia de la niñez, algo así como una fidelidad subconsciente a la infancia.


Conviene señalar, finalmente, la diversidad del arte de Espinoza Dueñas, su multiplicidad más bien. Hasta 1955, año en que salió de Perú para venir a Europa, fue sobre todo dibujante y pintor y esa fase de su obra, de importancia secundaria, constituye una tentativa sincera, pero inhábil, para expresar dentro de cierto academismo figurativo, un mundo interior que hervía de pesadillas, de sufrimiento y de visiones. Ya entonces había comenzado a buscar, trabajando día y noche, hasta los límites de la resistencia física, un estilo, un lenguaje capaz de expresar con autenticidad su vocación. Implacable consigo mismo, Espinoza Dueñas ha seguido buscando en Europa, ensayando toda clase de técnicas –pintura al fresco en España, grabado y cerámica en Francia-, a fin de trasponer en imágenes plásticas todo el dolor y la belleza que lo habitan. Hoy, que ha adquirido ya los medios necesarios para llevar a cabo ese ambicioso propósito, él sigue buscando y por eso su arte se renueva y enriquece sin cesar. Cualquier juicio sobre su obra es, por eso, provisional, ya que los límites de ella se ensanchan a diario y ganan hondura y gravedad. Pero desde ahora, y sin vacilación, podemos afirmar que esta obra es profundamente representativa, porque habla de los hombres y éstos reconocen en ella los tormentos y dramas de este momento de la historia. Y que esta obra es una respuesta afirmativa y con hechos al dilema planteado por André Bretón hace cinco lustros: “sí, en nuestra época la belleza es convulsiva”.

Los colores de los grabados de Espinoza Dueñas vienen hacia nosotros como tentáculos viscosos, en tumulto, ávidos, nos atrapan y arrastran con ellos hacia profundidades de exasperación y de luz. Cada una de sus cartulinas es un océano de aguas voraces, bajo las cuales hay lavas ocres, corrientes amarillas y moradas, remolinos vegetales, astros, fuegos fatuos, superficies opacas y fosforescentes, borbotones de sangre. En el cieno del fondo, inmóvil, se divisa una extraña forma crispada, un monigote que es el único habitante de esta gran desolación suntuosa. Inmerso en constelaciones de una materia plástica muy rica y compleja, está siempre en actitudes contorsionadas, grotescas. Muestra a veces un perfil leproso, otras una silueta martirizada y rígida, siempre algún detalle corporal atroz. Es un ser solitario, lleno de mutilaciones, irrisorio. Hay algo, sin embargo, terriblemente vivo que emana de él y se propaga por todo su contorno, una especie de violencia sorda, contenida, que pugna por estallar y nutre todos los trazos y colores, todos los resquicios del cuadro, de una vibración sin límites, que nos fascina y nos consterna porque desborda las fronteras de su propio mundo y, de algún modo, invade el nuestro y se confunde con él. Aquella figurilla exhala un aliento, una poderosa respiración volcánica que, desde su breve asiento de cartón rectangular y sin fondo, nos sale al encuentro y nos envuelve. Pero no nos aísla, ni nos arranca al mundo en que vivimos. Al contrario, nos sume totalmente, nos ahoga en él. Entonces, amurallados en esa atmósfera que viene del cuadro a nosotros y va de nosotros al cuadro, comprendemos: el aire denso, asfixiante, fétido, que aspira ese payaso mutilado es el mismo que expele y absorbe nuestra época; el fetiche difuminado en chorros de luz viva, hecho jiro- 12 nes, es el hombre reducido a su propia caricatura, convertido en escombro; eso que chilla y reverbera a su alrededor con los humores que segrega nuestro tiempo: el horror, la soledad, el absurdo. Ya nos habíamos olvidado de ese personaje que, hace tiempo, expulsaron los artistas de sus preocupaciones y de sus obras como algo inservible y superfluo. Y he aquí de nuevo al exiliado, casi irreconocible, despojado de piel y de huesos, ciego y mudo, pura presencia yerta, en el corazón de ese vórtice llameante que es el arte de Espinoza Dueñas.


Yo admiro profundamente esa convicción orgullosa, insolente, que singulariza a Espinoza Dueñas entre los artistas de su época y lo lleva a aferrarse con una tenacidad que tiene algo de desafío y de provocación, a esa forma única que, desde hace años, brota siempre que hiere la piedra, trabaja la arcilla o combina los colores. Ese contenido que sus grabados, su cerámica y sus telas se obstinan en repetir como una fijación delirante, permite calificar su arte de humanista. Pero nada más lejos de Espinoza Dueñas que ese arte fotográfico que se llama realismo y es pura servidumbre, reproducción chata y anecdótica de la realidad objetiva. El realismo de Espinoza es visionario, simbólico, casi mágico. A través de sus obras el mundo exterior llega a nosotros después de haber sido deshecho y rehecho, disuelto y reconstituido en gestos, luces y sombras, en virtud de esa operación enigmática que es la creación. “La pintura da existencia visible a lo que la visión profana cree invisible”, escribió Maurice Merleau-Ponty poco antes de morir, y es en este sentido que la obra de Espinoza Dueñas se enraíza en nuestra época y la expresa. Su arte no es mimético, no duplica lo real, no reproduce las imágenes cotidianas del mundo, sino, más bien, traduce en líneas y colores, en objetos plásticos, ciertos contenidos profundos del espíritu humano: la cólera, la humillación, el estupor. La grandeza de su arte consiste en que, valiéndose exclusivamente de los medios que son propios a la pintura, Espinoza Dueñas construye una realidad nueva, autónoma, en la que figuran como existencias concretas dotadas de forma y color, lo que en la vida diaria escapa al control de los estudios y sólo registran el sentimiento y la intuición.


Pienso, por ejemplo, en las litografías que exhibió Espinoza Dueñas del 19 de junio al 5 de julio de este año en la Galería Epona de París, con el título Tous les chemins mènent à Cuba. Se trata de cinco series de grabados en piedra, obras nacidas bajo la influencia de la actualidad, y cuyos títulos (Espinoza Dueñas rara vez pone nombres a sus trabajos, esta vez fue una excepción) aluden a acontecimientos políticos precisos: El bloqueo, El muro, El miedo, Los héroes anónimos, Los profetas. Ahora bien, si hasta entonces su obra tenía un 13 carácter figurativo notorio, esa exposición representa casi una ruptura, un salto hasta los umbrales de la abstracción. Resulta difícil, por lo menos en un primer momento, reconocer entre esas masas de color que se entrecruzan y agreden unas a otras, y se desplazan a un ritmo frenético en planos horizontales, verticales y circulares, los contornos de las formas vagamente humanas que yacen en el interior, como estatuas borrosas en un bosque de nieblas ocres, rojas y azules. Toda la significación está dada aquí por el color, como si Espinoza Dueñas hubiera querido demostrar que es posible concebir una plástica comprometida con el mundo, no por su temática como ocurre con el realismo socialista, sino por su estilo. Lo que Robert Lapoujade ha llamado “una pintura existencialista”, es decir “una pintura que, proyectando la perfección de sus medios de expresión como condición primera, es capaz de salir del hermetismo de una subjetividad y ser comunicable”. En el gigantesco panel llamado El bloqueo lo que se impone a la vista es una humareda de corpúsculos grises, rojos sanguíneos y azules añiles no en estado de erupción; en El miedo, miríadas de pequeñas placas bermellones y carmines que flotan ingrávidas o desciende en cascadas; en Los héroes anónimos, una superficie de tinieblas en las que irrumpen, de cuando en cuando, luces fugitivas, grises. En contraste con esta materia densa y dinámica, las figuras aparecen en todas la litografías como devoradas a medias por el color y están siempre en reposo, fijas. La absoluta pasividad del habitante y el movimiento del medio en que está sumergido eslo que permite a Espinoza Dueñas, gracias a una sutil dosificación de las dimensiones y las actitudes de las figuras y del ritmo de los colores, impregnar a sus obras de contenidos emocionales diferentes: alarma en El bloqueo, consternación en El muro, perplejidad en El miedo, ternura en Los héroes anónimos. Este procedimiento da a esta muestra una dimensión temporal y concreta, la instala en la historia, sin que para ello el artista haya renunciado al lenguaje exclusivo de su arte. Me he referido a ella porque, debido al propósito político que la anima, ilustra hasta qué punto Espinoza Dueñas crea en función de la realidad exterior y cómo ésta puede ser representada plásticamente sin necesidad de anécdotas. Además se trata de una exposición de litografías y es en este dominio que el arte de Espinoza Dueñas ha dado sus mejores obras.


Hay artistas en los que el talento parece simultáneo con la vocación y que desde sus primeras obras acusan una visión del mundo personal, un oficio y una orientación que revelan madurez. Otros deben recorrer un largo camino y adquirir esa forma de plenitud total que es el talento a través del sacrificio, el esfuerzo y la tenacidad. Espinoza Dueñas perte- 14 nece a estos últimos. Su arte ha seguido un proceso lento y doloroso de enriquecimiento formal y lo que hoy admiramos en él, la seguridad y el rigor de su técnica, la libertad de su inspiración, son victorias duramente conquistadas en una lucha sin cuartel contra muchos enemigos. El primero: la miseria.